Posteado por: aliciaenelpaisdelasmascarillas | May 28, 2012

Es el oficio el que soporta el arte. De eso quiero hablarles.

Es el oficio el que soporta el arte. De eso quiero hablarles.

Oruga

Este artículo fue escrito para Censura20.com

En Stumble-Upon (paraíso de la procrastinación) me encontré un artículo de Paul Graham. Léanlo, no está mal. Termina con un mensaje claro: haz cosas. Bien, yo quiero llevar el “Haz cosas” al “coge oficio”.

Pero tranquilos. No me he vuelto mamá. Por algún motivo que desconozco, en los últimos días me he topado en diversas conversaciones sobre “el oficio”. Entendido, creo, como ese saber hacer algo concreto, nada especial, nada del otro mundo. Sin embargo, demanda práctica, trabajo y habilidad. Además, tiene una enorme ventaja: da algo para hacer.

Me refiero al caso del zapatero, o del pintor de retratos o bodegones, o del compositor que hace una misa a la semana. Y, por qué no, al abogado diestro en hacer liquidaciones conyugales, en redactar contratos cotidianos o sentencias de tutela. También al financiero que entrega mensualmente un informe. Todas son actividades frías. Sin brillo. Nadie será recordado por hacer sólo eso. Quizás por esto los jóvenes hoy las despreciamos. Qué desastre nosotros.

Lo curioso del oficio, como surgió en una de las charlas que les comento, es que es algo que le hacía falta a un amigo artista. Me lo decía porque uno no pinta el Guernika, ni La Noche Estrellada, ni compone la Novena Sinfonía un día que se despierta inundado en inspiración. Tampoco redacta la T-760 (tan nombrada en estos días) ni diseña unos zapatos Nike.

Por el contrario, uno se despierta todos los días y hace retratos (muchos), compone fugas y corales (hasta el cansancio), hace zapatos como para calzar a un cien pies y se vuelve un maestro en ello. Luego viene (ojalá) la obra maestra.

Hay estudios que señalan que para ser un maestro en algo, se requieren 10.000 horas de práctica y que, normalmente, los que triunfan en lo que hacen, en lo que les gusta, son gente que tenía 10.000 horas de práctica detrás. Un buen libro sobre esto es Outliers, de Michael Gladwell.

Mi amigo se quejaba de que ser un artista sin ser un buen artesano, un alguien que conoce el oficio, es difícil y, paradójicamente, agotador.

Agotador, porque es terrible querer iluminar al mundo sin saber cómo. Difícil porque, bueno, hay que saber poner el alumbrado para alumbrar. Es también desmoralizante y confuso. De ahí a ser un mediocre (en secreto y con pesar) hay solo un paso. Pero esto no es lo grave, no. Lo grave es no tener qué hacer. “Coger oficio”, como dicen las mamás, no es un castigo, es una bendición. Es no tener que pasar horas y horas agónicas en Facebook entre semana, o emborrachándose desde el jueves porque no sabemos qué hacer en el mundo. Esa sensación a todos nos coge a ratos. La clave es no caer ahí. El antídoto es hacer zapatos, hacer aretes, hacer blogs, hacer algo. Así suene tonto, es mucho.

Hasta ahí lo introvertido del “oficio”. Ahora, el segundo encuentro que tuve con él recientemente, en palabras de una persona que admiro mucho: el oficio, me dijo él, es en realidad lo difícil y, claro, el quiebre del oficio a la obra maestra es un salto gigante.

A ver si me explico: es muy fácil pintar como un niño chiquito. Es muy difícil hacer retratos como un buen artista (que son muchos) que pinte en las calles de una gran ciudad. París, por ejemplo. La probabilidad de ser Picasso es mínima. De pintar retratos buenos, lo suficientemente buenos, que den la mirada, el aire de la personalidad, la perspectiva, que pongan la oreja donde es y la deformidad natural del ojo del retratado tal cual; a pintar un Picasso, hay un paso gigante. Pintar de una como Picasso, por algún motivo, no tiene tanta gracia. Le falta el oficio detrás (Picasso, se los juro, era un gran retratista también). Lograr el buen retrato requiere trabajo, dedicación. Fingir poder hacer un Picasso, de pronto engaña de primeras, pero no va a venderse tan caro.

Es también como escribir con solo comas, estilo Saramago. Si yo me pongo acá y les escribo una entrada sin un solo punto mi editor casi seguro me lo devuelve y me dice: “Ve, Bea, la idea es buena, pero no te queda del todo. Practica primero con puntos”. Y tiene razón, yo estoy segura de que Saramago aprendió a puntuar perfecto antes de arrancar con el despunteo. Por eso le quedó tan bien.

Lo curioso es que, si uno quiere ser bueno en el oficio, le toca dejar la creatividad en remojo. Me explico: la creatividad es excelente para cubrir dificultades. Si uno se las da de creativo sale con algo así como: “claro, el ojo es medio raro porque es mi estilo”, en vez de borrar y borrar hasta que salga. O con un “me inventé esa palabra porque es mi sello personal”. Hay que practicar hasta dominar el idioma para encontrar una entre el montón que existen que refleje lo que uno siente y piensa. Ser oficioso es, también, ser humilde y saber que hay gente que ya supo y ya pensó cómo hacer lo que uno quiere hacer.

Es dedicarle el tiempo a aprender de ellos lo que ellos ya descubrieron. Es posponer el sello personal. Es descubrir y aceptar que ese sello personal no es tan bueno, sin que éste sea un motivo para abandonar nuestro oficio.

La creatividad se alimenta del oficio y, con seguridad, a punta de pintar retratos un día sale la Monalisa. A punta de escribir artículos para El Espectador, un día salió “Crónica de una muerte anunciada”. A punta de practicar, un día se es un maestro y nuestro “sello personal” es valioso de verdad. Pero llegar ahí es difícil. Es más difícil que coger una hoja en blanco, llenarla de palabras inconexas y lanzarla al mundo: vean mi arte, si no lo entienden es que no entienden nada. Seguro, como en El traje del emperador, es que no hay nada que entender.

Se corre el riesgo de no hacer nunca una obra de arte, pero con el paliativo – nada malo, a mi modo de ver – de haber hecho muchas cosas chiquitas. “De haber hecho”. No me parece que esté mal. Se corre la certeza de que, si algún día sale algo, será algo bueno, algo perdurable. La otra opción es que no recuerden y que quede en que no hizo nada. O peor, no haber hecho nunca porque “no me llegó la inspiración”. Decía Picasso: “la inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando”. Los dejo, tengo que trabajar.

Complemento (surgió de comentarios posteriores)

Los ratos de ocio son ratos de ocio, son importantísimos, por supuesto. En ningún momento pretendí referirme a la totalidad del tiempo si no al tiempo necesario para hacer algo, lo que quieras, pero para hacerlo bien. Me refería a la actitud que creo es importante asumir cuando se trabaja que es, como dicen Marx y Hegel, el tiempo en el que uno cambia el mundo (porque el trabajo es aquello que cambia y moldea el mundo). Entonces aquí nada tiene que ver el ocio.
Lo que yo creo es que, para que los ratos sean “de ocio” tiene que haber una porción del tiempo (mayor, probablemente) en la que uno esté enfrascado en alguna actividad. Entonces, si, como dice Mockinpott no estoy sugiriendo que te vuelvas adicto/a al trabajo y ese, claro, es otro peligro tan peligroso y triste como perderse en no hacer nada. Sigo no-siendo-mamá y creo sagradamente en salir los fines de semana a bailar o tomarse algo. Lo que creo es que, entre semana, lo que uno quiera hacer – y claro, tómate tu tiempo para ver qué es eso – hay que hacerlo con calma y constancia, corrigiendo, haciendo, volviendo a hacer y, muchas veces, sacrificando otros tiempos (de ocio, de sueño, etc.) pero no en vano..

Lo que pasa es que creo, como Picasso, que las ideas no llegan de la nada.

No creo que puedas verdaderamente saber que no quieres ser panadero si nunca has hecho pan, o que no quieres ser científico si nunca has entrado a un laboratorio o que no quieres ser juez, si nunca has ido a un juzgado. Por supuesto, si se tratara de tener que probarlo todo para saber que nos gusa, sería imposible. Uno escoge con base a experiencias previas y preferencias y eso no tiene nada de malo, pero tampoco creo que esas decisiones sean ni definitivas ni infalibles. A lo mejor, de haber tenido la oportunidad yo habría sido una excelente astronauta, no sé. Pero estoy contenta donde estoy, y por ahora eso me basta (pero sigo con los ojos abiertos, viendo si descubro algo mejor). Otra cosa que no creo es que de la introspección absoluta salgan demasiadas conclusiones, creo que hay que balancear ambas: tener experiencias y reflexionar sobre ellas. Practicar sin pensar por qué se cometieron los errores cometidos puede ser incluso peor que no practicar en absoluto (en piano, al menos).

Lo importante es que yo se que puedo cambiar. No soy una oveja del rebaño, pero creo que de él hay algo (mucho) que aprender. Yo sé que puedo enfrascarme en una actividad y que si de verdad no me gusta, si en definitiva no me sale e hice mi mayor esfuerzo, si encuentro una mejor (porque uno haciendo cosas encuentra otras) puedo enfrascarme en otra. También sé que algo que me gustaba, me puede dejar de gustar. No importa, pasa. Prefiero ir mirando mientras voy haciendo, ir corrigiendo, ir aprendiendo.

En el peor de los casos tengo una excelente historia llena de anécdotas y datos curiosos para cuando me siente a charlar en un café con mis amigos, en mis ratos de ocio. Esa gente, que ha hecho y pensado de todo, es siempre con la que más me gusta conversar. En el mejor de los casos encuentro qué me gusta hacer – o, por el momento, estoy haciendo algo que me gusta – y, sin más, lo hago.


Deja un comentario

Categorías